Hace exactamente veinte años, un día como hoy, sonó el despertador re temprano, y yo -puteando como siempre- salí de la cama.
Mis viejos no estaban, se habían ido de viaje por las
vacaciones de invierno y mi abuela (que vivía en la casa de adelante), se asomó para
asegurarse de que yo me hubiera despertado.
Odiaba tener que ir exclusivamente a la facultad a firmar la nota de esa
materia que había promocionado (mi amor incondicional por la excelencia académica de la UBA siempre fue proporcional al odio más visceral por sus
eternos vericuetos burocráticos)
Un rato después de 9 y media ya tenía la libreta firmada.
A las 9.53 (ese horario terriblemente exacto lo sabría después, claro está)
estaba cruzando una calle de Once.
Y de repente, pasó.
Sentí que el pavimento tembló debajo de mis pies. En
realidad no fue exactamente un temblor. La sensación que recuerdo, es como si
el piso se hubiera desplazado hacia adelante.
Un impacto que me sobresaltó y paralizó al mismo tiempo.
Me quedé parada en el medio de la calle, hasta que el bocinazo de un colectivo me hizo
reaccionar y terminar de cruzar.
Y simultáneamente hubo un gran ruido sordo, como apagado.
Un ruido enorme, macizo.
Un ruido que aún hoy, aunque trato, no sé ni puedo comparar con
nada.
Instintivamente miré para atrás. Estaba a unas pocas cuadras
de Pasteur, pero no ví nada. Sólo me llamaron la atención la cantidad de ambulancias que
ví pasar mientras esperaba el colectivo para volver, en Plaza Once.
Escalofríos entre tantas sirenas.
Nunca supe lo que había pasado, hasta que llegué a mi casa,
y me encontré con mis abuelos en franco estado de desesperación, porque no sabían si
yo ya me había ido de esa zona o no, en
una época donde no existía aún nuestro actual contacto celular permanente.
Después me enteré que una
compañera de la facultad, que trabajaba en AMIA, había
fallecido en el atentado.
El resto ya es historia.
Dicen que ante hechos impactantes, o noticias inesperadas,
uno siempre se acuerda qué estaba haciendo en el momento en que se enteró.
Yo siento que ese recuerdo
lo tengo –de alguna manera- escrito en el cuerpo.
En los oídos. En los
pies.
Y la sensación de impotencia frente a la falta de justicia veinte años después, también.
No, ninguna caída logró trocarse en ruinas
porque yo alcé la torre con ascuas arrancadas de cada infierno del corazón.
Tampoco ningún tiempo pronunció ningún nombre con su boca de arena
porque de grada en grada un lenguaje de fuego los levantó hasta el cielo.
Nadie se muere aquí.
Una criatura vela
envuelta entre sus plumas de ángel invulnerable
jugando con ayer convertido en mañana.
Vuelve a escarbar con un trozo de espejo los terrenos prohibidos,
la oscuridad sin nombre todavía,
para entregar a cada huésped la llave al rojo vivo que abrirá cualquier puerta hacia este lado,
una consigna de sobreviviente
y las semillas de su eternidad
un áspero alimento con un sabor a sed que nunca cesa.
// Olga Orozco - En donde la memoria es una torre en llamas //
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